Todo está oscuro. Las
paredes se estrechan entre mis dos ojos activos, pendientes de contemplar una
noche criminal. Alargo un brazo para encender unas pequeñas bombillas a pilas
que descansan sobre el escritorio. La cama comienza a convertirse en una cámara
frigorífica, con sábanas que dicen húmedas cuando en realidad están tan secas
como mi lengua, la cual, en continuos movimientos entre las dos hileras de
piezas dentales, se esfuerza en producir saliva, consiguiendo una masa pastosa
acompañada por una palpitante agonía que, estancada en mi garganta, me hace
sufrir lo que no está escrito. Es como si acabasen de anestesiarme la tráquea y
yo sienta algo plomizo entre el final de la mandíbula y el principio del pecho;
algo que mantiene rígido mi cuello, que se esfuerza en tragar y solo deja que
bajen nervios al borde de un ataque de pánico.
Me muevo dentro del viejo camastro. El somier rechina, el
colchón cede hacia un lado y de pronto siento vértigo, intentando sujetarme a
algo que solo existe en mi cabeza. No puedo caerme, es imposible. Solo se
mueve. ¿Por qué? No hay fantasmas (creo). Imagino que es mi propia aprensión,
mi estado de duermevela, la falta de sueño en la que las dos persianas de carne
a las que llaman párpados desean mantenerse abiertas las veinticuatro horas del
día.
Retiro la ropa, y veo que con ella se forma un bulto,
algo que, en mi interior, lo imagina como un cuerpo, alguien que descansa
dentro de mi cama, sin vida y con intención de llevarse la mía hacia un lugar
lejano. Comienzo a respirar con
dificultad. Mi pijama holgado forma estrías, iguales a la piel del rostro que
tenía mi abuela antes de fallecer, y entonces yo me la imagino ahí: su vieja
cara con protuberancias, con surcos en donde las lágrimas que derramaba a
diario competían para ver cuál de ellas bajaba antes hasta la barbilla, para
después morir al desprenderse, pero automáticamente nacían más, y más, y así
hasta secar sus ojos al no tener más por donde eliminar el sufrimiento. No me
la imagino, ¡la veo! La veo escalar mi ropa para ponerse a mi altura mientras
sus disecados órganos de visión me contemplan con fijeza, con una expresión
facial que pide compañía en el helado panteón.
-Muere ya –la escucho decir.
Grito, a la vez que sacudo mi parte superior del pijama,
como si intentase apartar de mí una araña. Pataleo, inconsciente de ello,
momento en que los dedos de mis pies rozan esa especie de montaña de ropa. Me
hiela la sangre darme cuenta de que acabo de golpear algo duro, cuando debería
de ser blando. Desde el principio imaginé que allí yacía algo, algo sin vida,
algo que me vigila escondido.
Las sábanas se encogen, haciendo que el bulto crezca en
altura. Ante mí, bajo la tenue luz azulada que proyectan las tres pequeñas
bombillas del aparato, la montaña se aplana, ascendiendo hasta parecer rozar el
techo. Mi campo de visión capta algo diferente bajo ella, miro allí y visualizo
dos pies, planos y amoratados. Mi respiración aumenta, sintiendo el corazón
repartirse por todo mi cuerpo. Me es imposible cerrar la boca tras el asombro,
pero aún menos cuando de entre la montaña
de ropa veo salir dos brazos, esqueléticos pero con unos dedos larguísimos. Las
manos agarran la ropa, presencio cómo sus venas se marcan en ellas y, después,
los dedos retiran la ropa. No he visto nada más aterrador en mi vida como lo
que veo ahora: el rostro de mi abuelo renace bajo las sábanas. Primero me mira
uno de sus azulados ojos, y media boca, seria como lo era todo él; después, la
cara al completo, mirándome también con ojos que me incitan a darme por
culpable.
Camina sobre la cama; sin embargo, no tiene peso, es como
si levitase a pesar de apoyar los pies. Viene hacia mí. Intento retroceder pero
me golpeo con el cabecero. No tengo salida.
-No huyas –me dice. Su voz, distorsionada, hace que me
petrifique. Se detiene justo a la altura del cuadro que tengo colgado en la
pared. Allí aparece él, junto a mi abuela, el día de su boda. Es una fotografía
en blanco y negro, en donde sus blanquecinos rostros y su oscura ropa le dan un
toque gótico.
Mi abuelo (el presente) lo señala.
-Cara blanca y vestido oscuro. ¿Habías pensado alguna vez
que eres como nosotros? –me pregunta.
Tiene razón, pero también la tiene al preguntarme, porque
nunca lo había pensado.
Mi abuela vuelve a subir por mi ropa.
-Eso significa que pides tierra –dice-. Cada vez te
pareces más a un cadáver, un esqueleto, unos cuantos huesos que le sirven de
percha a una camiseta negra y unos pantalones que puedes subirte hasta los
sobacos. Eres como nosotros, ¿por qué no quieres comprobar cómo es la muerte?
Estás en el epílogo de tu vida, muchacho. Asúmelo.
-Tu madre te ha dejado esta tarde –me dice mi abuelo-. Se
ha ido con su novio, se ha llevado al gato y te ha dejado porque se avergüenza de
ti. No regresará, y lo sabes.
Lo pienso, y sí, recuerdo haber discutido con mi madre, y
es cierto que se ha marchado y se ha llevado a Lucero, nuestro gato. Estaba
rota, y me ha dicho que no quiere saber nada más de mí, que yo ya no soy su
hijo.
-Se ha ido porque lo has hecho todo mal, cariño –me dice
mi abuela-. Todo mal.
-¡Ya lo sé! –grito, histérico.
-¿Cuánto daño has hecho?
-¡Mucho!
-¿Y cuándo pararás de hacerlo?
-¡No lo sé! ¡Yo no quiero hacerlo! –Me arranco el pijama,
bramando.
-Mírate –dice mi abuelo-. Mira tu cuerpo.
Lo hago. Sí, se me notan las costillas, la piel cuelga y
está blanda. 56kg con dolor, pero un estómago vacío que pesa una tonelada.
-Solo fumas, no comes y no duermes. Todo el día con el
cigarro en la boca. El tabaco mata. Vente ya con nosotros.
-Tu madre no va a volver –dice mi abuela-. Y es mi hija.
-Se ha enfadado conmigo –explico.
-Sí, porque ha visto que has hecho mucho daño, y ya no
quiere un hijo así.
-¿No volverá? (Mama,
vuelve)
-No, jamás. Ya no. Ni el gato.
-Te abandonó tu padre, y ahora ella. Si tus padres te
abandonan, ¿quién puede tener la culpa?
-¡Cundo lo de mi padre yo era pequeño! –vuelvo a gritar,
colérico.
-¿Y ahora? –me pregunta mi abuela.
No respondo.
-Piensa en todo el daño que has hecho.
Lo hago, pero ya no lo quiero pensar más. Lo he dado
muchas vueltas, y una más terminaría por matarme del todo.
-No puedes vivir así.
-Lo sé, y sé que me estoy muriendo poco a poco. Me lo ha
dicho el médico.
-Muérete del todo.
-¿Me aceptaréis con vosotros? –pregunto mientras mis
lágrimas se adueñan de la historia.
-No –asegura mi abuelo, con una frialdad paralizante-. No
eres digno de estar en nuestro hogar eterno.
-¿Por qué? –Las lágrimas pueden más que la pregunta.
-Porque ya no te queremos –interviene mi abuela-. La
gente que hace sufrir no merece cariño; no merece nada. Muérete, muérete de una
vez y descansa, hijo. Descansa para dar paz.
-¿Y cómo lo hago?
-Cierra los ojos, aunque no te duermas. Estás débil, casi
no puedes andar. Tienes que mantener los ojos cerrados el mayor tiempo posible.
Ya son más de cuatro días sin comer, más de tres sin dormir. Se acerca el
momento. Solo espera.
-¿Duele morir? –Me seco las lágrimas.
-Duele lo que has hecho en vida –asegura-. Sentirás frío,
pero será una muerte dulce, y entonces sí, dormirás del todo.
-¿Lo vas a hacer? –me pregunta mi abuelo.
Asiento con la cabeza, mientras la rabia se convierte en
tristeza.
-Irás a un montón de tierra que cede el ayuntamiento. Cuando
pasen muchos años y vean que nadie se preocupa de ti, esparcirán tus restos.
-Está bien –susurro.
-Quedarás en el olvido –insiste-, pero supongo que eso ya
lo imaginabas.
Vuelvo a asentir con la cabeza.
Los fantasmas se van sin despedirse. Miro su imagen
colgada en la pared, y en vez de sus rostros, veo calaveras que hacen que me
sobrecoja; después, miro una fotografía de mi madre, mientras recuerdo por qué
se fue horas antes de todo esto, y cómo me decía que lo he estropeado todo, y
que tengo la culpa de todo.
-Yo no quería –digo mientras beso la imagen. Después, la
guardo bajo mi pijama, al lado del corazón, cerrando los ojos como me han
dicho, y rogando porque mi madre regrese antes de que ya no pueda volver a
abrirlos nunca más.
Te recordaré siempre